miércoles, 11 de marzo de 2020

Cuento: La granja de las pasiones.



Había una vez en un rinconcito de Francia, por allá bien al sur, entre ríos, lagos e inmensa vegetación, una casa llena de peculíares personajes a quienes les gustaba el queso, el pan, el vino y la miel. 

Fuimos los dos tomados de la mano por un camino de tierra, pedregoso, andando muy despacio, como dicen, sin pausa pero sin prisa, viendo, oliendo, sintiendo todo lo que a nosotros llegaba. Cuando por fin llegamos, juntos tomados de las manos, vimos la casa más grande y más pequeña que podíamos encontrar. Con dos gatos, dos perros y un millón de abejas... Nunca supe a qué olían las abejas sino hasta ese día. 

Entonces, entramos, eramos sólo los tres y la lluvía. Esa lluvía que venía y no venía, que quería caer pero se recogía. Y ahí estábamos en una mesa de madera con todas las clases de dulces y mieles que jamás ni él, ni yo conocimos. La mesa estaba repleta de dulces, de mieles, de frutas, de panes, de tés y cafés, de azúcar, como si alguien hubiese decidido morir de un coma diabético ese día. Yo casi me muero, me sentí embriagada de dulzor, mi cara roja como el fuego de la chimenea. A él no lo embriago y a ese otro él ya no le hacía efecto ese licor. 

Había también un pastel de queso, suave y crujiente y muy muy cremoso. Ya no era la misma mesa, era otra y habíamos llegado a ella por un caminito estrecho pero empinado, los tres, bajo la lluvia que se remecía en las copas de los árboles y salpicaba en la cara a las estrellas. 

En esa mesa eramos cinco ya, dos él, una ella, yo y el pastel. Esta mesa era más organizada, tenía más espacio para las sonrisas, para las bebidas, para la media luz que caía. La mesa estaba dentro de este pequeño pesebre, el más limpio que jamás haya visto, era reluciente, ordenado y tenía música de acordeón, música alegre, música especial. Ahí estuvimos un rato los cinco, hasta que nos comimos al quinto. 

Eramos cuatro, dos ella y dos él. Cuatro corazones palpitantes, dos diferentes, dos apasionados. Luego de eso, de reír, de comer, de aprender, de recordar, de jugar, volvimos del pesebre por el caminito empinado, sólo con la luz que nuestras cabezas nos permitían emitir.

Al siguiente día en la mañana, nuevamente eramos cuatro, tres él, y yo. Hablamos, nos reímos, descansamos. Nos untamos un poco de tanta magia, porque si algo había en esa mesa era magia y libertad. Libertad para hacer lo que les apasionaba. Y sí, claro... había toneladas y toneladas de pasión. Talvez porque sólo los visitamos por pocos días, pero sí, había mucha magia. Tanto así que a mi me cayó encima y no pude evitar contagiarme de vida.

Los personajes que allí habitaban eran prácticamente dos gatos, dos perros y un millón de abejas... no recuerdo muy bien, quién más estaba allí aparte de ellos. Al final eramos tres él, dos ella y yo. Después de un rato, cuando ya no quería más magia, empaque mis maletas y me fuí. Salí derecho por ese camino rodeado de lavanda seca y un poco de tristeza. No me despedí de los gatos, ni del perro, ni del millón de abejas. 

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